La energía literaria de Valentí Puig se ha venido sustanciando en una obra de arboladura felizmente poblada y –con varias decenas de libros publicados– de la longitud ya dichosa y variada de un festín. Si aceptamos la máxima de Joseph Joubert, según la cual es necesario que haya varias voces juntas en una voz para que esa voz sea verdadera, habrá que decir que el pulso de la escritura de Puig es perfectamente discernible y consistente en una trayectoria que ha tocado una copiosa cantidad de géneros –de la poesía al cuento, del ensayo al libro de viajes o el articulismo– y los ha tocado con una solidez sin altibajos. El propio Puig ha reconocido que nunca quiso cosa distinta que ser escritor, y ahí habrá que entender precisamente su energía literaria como la emanación de un magma único capaz de articularse en distintas formas: al fin y al cabo, a la manera de Pla, siempre ha creído que la escritura no es sino una manera de ordenar el pensamiento. En alguna ocasión, quizá en referencia al debate tan añejo sobre las divisorias entre literatura y periodismo, Puig ha repetido –como un orden para la vida– que “de lo que se trata es de escribir”.